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viernes, 18 de febrero de 2011

LAS VENTANAS ADOSADAS

De los treinta y cinco años que llevo ejerciendo la psiquiatría, mi más grande pasión ha girado alrededor de la delgada línea entre los trastornos de la conducta humana y los desajustes provocados por el daño neurológico del cerebro humano.
Mi nombre es Emilio Estevanez Iquia. Neurocirujano, Director del Centro para la Atención de la Esquizofrenia aguda, y últimamente, un hombre entrado en años con pocas aspiraciones en la vida, que no sean las de mantenerme ocupado en esto llamado ciencia.
Don Manuel Esquinca Pinzón era mi paciente favorito. De origen chileno, ingresó al hospital con un cuadro de catatonia de más de tres años. Cuando lo recibí en mi consultorio, su mirada oceánica llamó poderosamente mi atención. Paralizado como roca, parecía estar a doscientas millas de allí, mirando hacia un infinito que se alargaba y lo cobijaba de toda angustia posible.
Sin yo imaginarlo, encontré en su callada compañía un consuelo a la muerte de mi esposa. Con el paso del tiempo, nos hicimos amigos. Decidí entonces llevarlo a una estancia alojada en el extremo poniente del nosocomio. Sentados en sendas mecedoras, nos colocábamos de frente y nos platicábamos sin hablar, nuestras largas historias de amores y desamores, de triunfos y de fracasos.
Durante tres años, jamás descubrí el más mínimo movimiento corporal de Manuel. Lo único es que desapareció el Don, para ser simplemente: Manuel. Increíble para mí, fue el constatar que su compañía resultó placentera, extraña, extravagante inclusive, pues a pesar de no recibir respuesta a mis cavilaciones, al menos su silencio representaba una manera respetuosa de escuchar mis largas peroratas.


Una tarde que caminaba por las calles del Barrio de Cumbreras, llamaron mi atención un par de ventanas adosadas que parecían tocarse en un beso mudo y complaciente. Mi mirada se extendió a través de sus muros para reposar en lo que imaginé serían dos alcobas vacías, sumidas en soledades extremas y cobijadas por el paso de los años. Impulsivamente, decidí tocar a la puerta de la casa de la izquierda. Una mujer de edad similar a la mía, abrió con sigilo ante lo inesperado de mi visita. Sus ojos amielados alumbraban un rostro hermoso, profundamente dulce. Ante mi asombro, me invitó a pasar señalando con amabilidad la salita de su casa.
Movido por la curiosidad y un encantamiento extraño, me deje llevar por aquella menuda mujer, pues no podía medir más de 1.60 metros. Nos sentamos ambos en los pomposos sillones, y sin desdibujar su sonrisa angelical, me miró inquiriente. “¿Por qué tardaste tanto en venir?”, me dijo con voz dolorosa. Mis ojos debieron desorbitarse, pues seguro me estaba confundiendo con alguien. Cuando apenas comenzaba a acomodar las ideas en mi mente, su reclamo se tornó en confesión, diciendo: “Sabes muy bien que no era mi intención lastimarlo de esa manera… Sí, sí, lo sé, debí ser sincera y no haber dejado crecer tan profundo sentimiento en su corazón. ¿Sabes cuántas veces despierto angustiada imaginando qué será de él? Sin embargo, tú y sólo tú pudiste haberlo ayudado, pero jamás llegaste para…”
Un llanto prolijo brotó, recogiendo las largas horas de angustia y arrepentimiento que parecía la ahogaban inexorablemente. Sólo me concretaba a escucharla, a admirarla. Sus delicados rasgos faciales denotaban una hermosura que parecía sobrevivir al dolor y la fatiga.
Tomó aire, y tras llevarse un pañuelito color rosa a su rostro atrito, continuó diciendo: “En más de una ocasión quise buscarlo, pedirle perdón, suplicarle me permitiera resarcir toda la penuria que debí haberle provocado, sin embargo, cobarde e impotente de lavar mi ofensa, me oculté en estas paredes. Fue así que decidí poner cerrojo a la ventana para quitarme la tentación de verlo llegar algún día, y morir de pánico y vergüenza…”


Salí de aquella casa convertido en un estúpido. Nunca supe qué contestar, qué hacer, cómo actuar ante aquella dulce mujer. Al bajar las escaleras, una idea cruzó por mi mente como saltan las canicas en el suelo de cemento. Me apresuré y busqué el acceso a la casa trasera. Mi corazón palpitaba aceleradamente. Un pensamiento voraz me atrapó sobremanera.
En respuesta a mi inquietud, tras llamar a diferentes puertas, por fin acerté a aquella que se comunicaba ventana con ventana, con la de aquella mujer.
Mi sangre se congeló cuando pude leer una placa metálica conteniendo el nombre del propietario: Manuel Esquinca Pinzón. De pronto, una mujer, que en apariencia hacia labores de limpieza, dijo desde un costado de la casa: “Si busca a Don Manuel, tiene más de tres años de no vivir aquí…”

Lo pensé muy bien antes de hacerlo. Mi corazón saltaba cual adolescente que se atrevía a cometer un acto vandálico. Me senté justo enfrente de él para poder distinguir cada rasgo de su expresión endurecida por el silencio. Tras respirar profundamente, comencé a narrar, detalle a detalle, la entrevista que sostuve esa tarde con aquella hermosa mujer. No fue necesario llamarla por su nombre. Bastó describir su cabellera encanecida que lucía esplendorosa; sus ojos de sol resplandeciente; su figura menuda y delicada; su hoyo en la mejilla derecha y su sensacional sonrisa y su grácil movimiento de manos al hablar y su vestido azul turquesa y sus zapatillas de ante…
Manuel levantó la mirada. Me miró fijamente a los ojos y… soltó en llanto interminable. 


Raquel Argumedo Zanabria
Fotografía cortesía de Gustavo Osmar Santos

sábado, 12 de febrero de 2011

NARIZ DE ZORRO


Beneranda lleva a pastar ovejas, allá lejos en el cerro, cerca de la escuela de Muñayoc, entre tolares y piedras.
Por las mañanas, bien temprano sale con su rebaño. Lleva en su espalda un poco de lana de llama que lavó y tiñó con la flor de cardón.
Cuando llega a un lugar con pasto y agua para sus ovejas, toma el uso y transforma en madeja el pelo de llama.
Pensó en tejer unas medias para su hijo Luis, que hacía dos años había viajado a la ciudad para trabajar y según le contaron, allá se sufre más del frío en los pies.
En la carta que le escribió le daba a entender que estaba un poco triste.... “entre el campo y la ciudad hay muchas cosas diferentes”..., comentaban en la feria los paisanos que habían ido a trabajar una temporada lejos de Muñayoc. 
Una mañana Beneranda, sentada sobre una piedra, mientras hilaba, vio pasar un zorro, tan veloz, que no le pudo ver la cola. Se asustó.
Al otro día, buscó otro camino, ella sabía que los zorros comen ovejas, entonces llevó de compañía a su perro El Negro, un palo grande y un machete.
Ella estaba engordando las ovejas, una parte del rebaño lo pensaba vender para comprar un boleto de colectivo para Luis y así podría visitar otra vez el campo.
Con los ojos como dos lunas llenas, estaba atenta a todo lo que pasara a su alrededor. Por suerte ese día no lo vio y se quedó más tranquila.
Llegó el fin de semana y como todos los domingos Beneranda lleva para vender o intercambiar en la feria, guantes, gorros y bufandas. Allí se encuentran los vecinos, comadres y compadres. En eso que estaba cambiando bufandas por maíz pelado, se arrima Don Sarapura.
-          ¡Cómo anda Doña Bene!, hacía mucho que no la veía...
-          ¡Será que Usted no viene, yo estoy toditos los domingos!, firme en mi puestito, con la medias...pronto voy a traer cordero, le falta todavía un poquito...
-          ¿Sabe?, el otro día estuve cerca de la escuelita, se habían escapado unas llamas y no la vi. Ni siquiera cruzando el abra, y...¡no sabe el susto que me di...se me cruzó un zorro!
-          ¡No me diga, yo también lo vi! y ha de ser el día que me fui pa´ Miraflores, me lo llevé al El Negro, pero por ahí no pasó nada... por suerte.
-          Le cuento...y quédese tranquila, lo pillé a ese zorrito come ovejas, ya no va a molestar más. Lo dejé colgado en un palo, en el cruce de caminos para que todos vieran que no cuenta más el cuento...y mire lo que le traje para Usted, bueno... para su hijo Luis, para que le mande a la ciudad.-sacando del bolsillo del pantalón el hocico del animal-
-          ¡La nariz del zorro! y... ¿cómo sabe usted que mi hijo anda con tirisia, así medio triste...
-    Doña Bene, yo también me he ido a la ciudad y a veces uno no la pasa nada bien. Pero sabe, le voy a cambiar la nariz de zorro protectora por ese par de medias que está tejiendo, porque en el puesto, en la cocina... allá arriba, ¡está muy frío!, me la cambia, ¿le parece?...

Beneranda, se sonrió y pensó que otro par de medias podía hacerle a Luis, atrapar a un zorro come ovejas y quedarse con su nariz que protege a las personas cuando están tristes, iba a ser más difícil de conseguir.
-    Está bien, en un ratito ya van a estar listas, antes que caiga el sol.

En una caja para encomienda viajaron juntas la nariz y un nuevo par de medias. Luis al abrir la caja, sonrió. El hechizo estaba comenzando a hacer efecto.

Carina Borgogno

jueves, 10 de febrero de 2011

EL MAESTRO RURAL

Mi nombre es Javier. Soy maestro rural, idealista… asesino. No puedo decirlo de otra manera.
Cuando viajé a la capital, jamás imaginé que mis sueños de superación y ambición por conocer otra forma de vida, me llevarían a cometer uno de los actos más atroces de mi existencia.
Nací y crecí en la provincia de Sinaloa, México, sin más aspiraciones que ayudar a mis padres y a mis tres hermanos.
Cuando ingresé a la escuela para maestros rurales, mi visón de la vida era tan reducido, que me bastaba imaginar ayudar a los niños a leer y escribir, y de ser posible, integrarlos al crecimiento de aquellas zonas tan pobres y olvidadas.
Diez años después me dieron la noticia de acceder a una plaza en una escuela primaria estatal. El día que tomé el trabajo me sentía muy nervioso, emocionado. Mirar a aquellos niños mejor vestidos, limpios, rozagantes, fue para mí como mirar dos mundo opuestos. Sin embargo, con el paso de los días la realidad se comenzó a convertir en cotidianeidad, más no por ello dejé de asombrarme de la forma de pensar de la gente en la capital.
Una tarde que tomaba mis alimentos, la figura desgarbada de un muchacho llamó mi atención. Se sentó en una mesa justo enfrente de mí. Iba acompañado de otro jovencito similar en edad. Yo lo miraba con atención queriendo recordar su rostro, pues me parecía conocido. De pronto, un recuerdo sacudió mi memoria. Era Juan, seguro que era él. De inmediato me acerqué y le dije con admiración: «¡Juanito, ¿Cómo estás? ¿Te acuerdas de mí?». Su rostro se alteró. Mostrándose perturbado, me ignoró esquivando mi mirada. Sin meditarlo, me senté a su mesa. De inmediato su compañero se puso de pie y sacó una arma apuntándome directo a la cabeza. Sorprendido, quedé paralizado. Me siguió amenazando con la pistola, ordenándome que me largara de allí. Aturdido, dejé un par de billetes en mi mesa y me alejé.
Esa noche no pude dormir. Una confusión brutal inundaba mi mente. «Segurito que es Juan», decía a mis adentros. En mis cavilaciones llegaba el recuerdo de un niño de una inteligencia asombrosa, de esos que llaman de mente fotográfica. Recuerdo que era capaz de mirar un paisaje por unos minutos, para después, dibujarlo con una precisión asombrosa, con detalles y proporciones extraordinarias. Lamentablemente padecía de un trastorno grave parecido al autismo, pues se ocultaba en su mundo insondable, y sólo él decidía quién podía ingresar en éste.
Tres días después del incidente, cuando estaba a punto dormir, resonaron fuertes llamados a mi puerta. Al abrir, un joven me lanzó al interior de forma intempestiva. Era Juanito. «¿Qué pasa…?», expresé asustado. «¡Profe, váyase por favor, su vida corre peligro!». «¿Eres tú, verdad? ¡Eres Juanito! ¿Qué pasa, hijo, ¿en qué líos andas metido?», expresé sumamente preocupado. «No tengo tiempo de explicaciones, se lo ruego, váyase de la capital, porque… no respondo.», dijo atropelladamente, para luego salir en azarosa huída.
Estúpidamente, cometí el error más grande de mi vida, pues al intentar alcanzarlo, calles adelante un par de mozalbetes me sujetaron con violencia. «¡Oigan, esto es un atropello…», grité lleno de pánico.
«¡Cállate, cabrón o aquí te carga la chingada!», dijo el más grande. Tras inútil lucha por liberarme, el otro me sujetó de ambas manos por la espalda, sometiéndome finalmente. «¡A ver, pinche putito! ¿Qué te traes con el Juan?», exclamó inquiriente, apuntándome con su arma en plena frente.
«¿Quiénes son ustedes», les refutaba. «¡Sólo contesta, cabrón», exclamó enfurecido.
Como auténtico cobarde, solté en llanto imaginando lo peor. Juan debía andar metido en asuntos del bajo mundo. Entre las ideas que se colapsaban en mi cabeza, les suplicaba que lo dejaran en paz, que era un joven súper dotado con una memoria privilegiada, que merecía otra forma de vida, otra oportunidad que andar de asesino a sueldo o qué sé yo.
Nada más me escuchaban con atención. Parecía una confesión estúpida e inapropiada, pues me miraban con extrema agudeza. «¿Así que el cabrón es un geniecito con cabeza fotográfica? No, pos… ya se los cargó la chingada a los dos», dijo con sonrisa sardónica.
Al sentir mi vida amenazada de muerte, con fuerza inimaginada logré soltarme de una mano, le arrebaté la pistola al mayor y le metí un tiro en pleno ojo derecho. De inmediato giré y amenacé al otro, quien levantó las manos en señal de rendición.
No supe cómo, pero llegué a casa con el corazón a punto de estallarme. No pude dormir. En ocasiones creo que debí haber muerto esa misma noche.

A la mañana siguiente, trastornado en extremo y dolorido de todo el cuerpo, como autómata salí rumbo a la escuela. A mi paso, una multitud de curiosos se arremolinaba en el otro costado de la acera. Señalaban con frialdad a una víctima. Un presentimiento congeló mi sangré. «¡Era narco! ¡Pobre pendejo!», dijo un muchacho que parecía conocerlo. Me acerqué y le dije con voz entrecortada por el llanto: «No, no es narco, se llama Juan.»

Alejandro Mendoza Furner
Fotografía cortesía de Gustavo Osmar Santos

sábado, 5 de febrero de 2011

DEBE TENER UNA HISTORIA

“Debe tener una historia… Debe tener una historia…”

Tras un día agotador en la escuela, llegué a casa para poder ducharme y asistir a una fiesta en honor del director de carrera. Tengo por costumbre verificar mi correo electrónico, así como enterarme de algunas noticias en la Internet. Pronto el mensaje “1 mensaje sin leer” hizo su aparición.

Al comenzar su lectura, mi rostro se endureció y mi ceño se frunció sobremanera.

“En el mes de agosto -06 y 09- se conmemora el 65 aniversario del lanzamiento de las Bombas Atómicas a los pueblos Japoneses de Hiroshima  y Nagasaki, convirtiendo a Japón en el primer y único país victima de ataques atómicos en la historia de la humanidad. Según cifras oficiales, las bombas atómicas ocasionaron la muerte a 140.000 personas en Hiroshima y 80.000 en Nagasaki.

Aún el día de hoy los habitantes de ambas comunidades sufren los efectos desastrosos de la radiación, muchos mueren de enfermedades como el cáncer y algunos siguen naciendo con deformaciones severas. Miles de personas aún continúan muriendo producto de la radioactividad, elevándose la cifra total de víctimas por ambas bombas a 269.446.”

Inconscientemente aparté mi vista del monitor, pues al mirar con avidez la parte baja del texto, una imagen escalofriante me estremeció de pies a cabeza. Cerré los ojos y me puse de pie contra la pared. Mi mente giraba a mil revoluciones por segundo. El rostro imperceptible de aquel joven ocupaba todo resquicio de dignidad, de vergüenza, de dolor.
“Debe tener una historia… Debe tener una historia…” Fue la única frase que pude balbucear en medio de mi incoherencia total.


Las horas trascurrieron como escenas fantasmagóricas que rehusaban abandonar mis pensamientos. “La nota es incorrecta…”, me decía a mí mismo. No murieron miles ni millones, murió uno… uno solo… en nombre de todos los que pudieron sufrir tan dramática muerte…”

La noche llegó plena, oscura. La última vez que miré el reloj eran las 2:30 de la madrugada. Cual losa plúmbea sobre mis hombros, caí en el espasmo de una pesadilla inimaginada. Más por necesidad que por cansancio, mis ojos se cerraron hasta caer en un sueño profundo y necesario.

Al siguiente día, camino a la universidad, me crucé con un joven que caminaba con rapidez justo a mi lado. De rostro oriental, me miraba sonriente como queriendo charlar conmigo. Pese a que soy más bien poco sociable, respondí a su gesto para luego dar paso a un diálogo que se prolongó por varios minutos.
¿Estudias en la universidad?, pregunté. Sí, en la carrera de psicología, respondió. ¿En qué grado?. ¿En noveno semestre?, dijo. ¡No puede ser!, espeté. Yo también curso ese grado y nunca te he visto, le dije con extrañeza.

Me dio la mano, y juro por Dios que es la mano más suave y delicada jamás tocada en toda mi vida. Hikaru Kato, dijo inclinando la cabeza. Yo soy Michael Sinclair, expresé con agrado.

La conversación siguió sin percatarnos ambos del paso del tiempo. Es que le gustaba el mismo equipo de basquetbol, la misma música, la misma marca de ropa, la misma comida, vinos y pastelillos. El asombro por la cascada de coincidencias era abrumador. Los mismos objetivos en la vida, los mismos proyectos, los mismos ideales en torno a la mujer de nuestros sueños.
Cual si fuese mi calca humana, nuestras sombras proyectadas por el sol de la mañana, parecían converger una sobre la otra, llenándome más de temor que de complacencia.
Nos despedimos con emoción. Al propinarnos un abrazo, una descarga eléctrica me sacudió y me hizo perder el conocimiento.


Cuando volví en sí, no sabía cuanto tiempo había transcurrido, mucho menos cómo es que me hubiesen transportado justo a mi cama, a mi alcoba, a mi casa.
Al voltear sobre mi costado para ver el reloj, un frío aterrador paralizó mi vida entera, pues marcaba justo las 2:35 de la madrugada.

Jadeante, el corazón amenazaba salir por mi boca. Con el aliento contenido, pegué un salto y me dirigí a mi computadora. Allí estaba. La misma imagen que minutos antes me sobrecogiera profundamente.

“Debe tener una historia… Debe tener una historia…”, repetí una y otra vez, hasta que por fin apareció el sol por entre las laderas.

Federico Ormeño Funes