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domingo, 30 de enero de 2011

LOS REFUGIOS DE NUESTRAS SOLEDADES

Solíamos salir juntos los tres en aquellas tardes lluviosas de verano. Abrazados por la cintura, saltábamos sobre los charcos hasta empaparnos de esas aguas lodosas que bajaban de los barrios altos de la ciudad. Aurora y Eugenio eran novios desde los doce años de edad, y los vine a conocer en la universidad, justo a media carrera de filosofía y letras.
Espigado él, esbelta ella, parecían nacidos el uno para el otro. Se sentaban casi siempre en un solo banco, y a la hora de sonreír, la carcajada de uno era el eco de la sonrisa del otro.
Aprieto entonces la mandíbula y me pregunto: ¿Cómo es que sucedió? ¿Cuándo? ¿En qué lugar? Probablemente ninguno de los tres sabría contestarlo con certeza. Sin embargo, algo inexplicable debió colarse como agua entre los dedos. Tan sutil, tan imperceptible, que de pronto nos sumergimos en una vorágine diabólica y sin sentido.
Fue una tarde, igual a la tarde cristalina y lluviosa que cuando la conocí. Aurora vestía un delgadísimo vestido que transparentaba su estupenda figura. A trasluz, no era necesario imaginar su cuerpo, pues éste se delineaba con los rayos crepusculares formando una silueta subyugante y hechicera. Cruzamos nuestras miradas burlando la actitud pasiva de Eugenio. Como saeta, como rayo inhumano, una tentación jamás imaginada escindió mi razón y se clavó como daga asesina.
Fue entonces el inicio de un juego sucio, voraz, que nació como atrevimiento y terminó como traición.
A parir de ese día, Aurora procuraba citarme en horas en que Eugenio se encontraba en su trabajo. Poseídos de una pasión desbordante, dábamos rienda suelta a nuestras fantasías más extrañas y enajenantes. El decoro se fue perdiendo y ganado la burla irreverente, pues cruzábamos nuestros pies por debajo de la mesa y rozábamos nuestra piel desnuda y ardiente, aún en su presencia.
Pasados unos meses, la tragedia asomó en nuestras vidas, pues Aurora perdió la vida de manera trágica, grotesca, inexplicable. Eugenio lloraba abrazando su cuerpo destrozado a media calle, retirándole los escombros de la casona que se le vino encima. Sollozaba de tal manera, que su rostro parecía una burla sangrienta del destino, pues el llanto se mezcló con los restos de cal y arena, formando una masa dantesca.
Yo no sabía qué hacer, si llorar a la mujer amada o condolerme de tan desgarradora traición a mi mejor amigo. A partir de ese momento mi vida cambió por entero, pues tras el sepelio de Aurora, Eugenio se perdió entre la nada, desapareciendo de todas partes.
Mis noches eran más que vacías, pues había perdido a los dos únicos seres que llenaban de luz mi existencia.
Fue inútil la afanosa búsqueda que emprendí por encontrarlo, para pedirle perdón, para lavar la bajeza de haberlo burlado tan ostensiblemente.
Cuarenta años después, el único dato que pude obtener, era un rumor de que había perdido la razón. Que estaba recluido en un hospital de enfermos mentales. Tras muchas indagatorias, recibí la noticia que por voluntad propia había abandonado aquel lugar, y que andaba mendigando en las calles de los barrios bajos.
Tras meses de búsqueda, por fin lo encontré. Viejo, con el rostro ambarino y enjutado como hoja de maíz. Su mirada extraviada no se modificó cuando lo miré de frente. Quise abrazarlo pero no pude. Su rostro desaparecía tras la cascada de lágrimas que inundaron mis ojos. Él, solamente me miraba de forma indiferente. Quise pronunciar su nombre pero enmudecí porque el fuego quemaba mi garganta.
Entonces me alejé. No dije nada, solamente corrí de vergüenza.
Con el paso de los días, el rostro de Eugenio parecía la única imagen que mis ojos miraban. Una duda nació y creció en mis adentros. Estaba seguro que Eugenio lo supo todo, siempre, pero calló por el inmenso amor que le profesaba a nuestra querida Aurora. Prefirió guardar silencio que perdernos a ambos.
Hoy, soy un anciano, enfermo, desahuciado. Voy a morir de vergüenza y de dolor, sin el perdón de él y sin la compañía de ella.
Solo espero en Dios que en el momento exacto de nuestra muerte, tanto él como yo, hayamos encontrado la paz en los refugios de nuestras soledades.

Ana María Garduño Ize
Fotografía cortesía de Gustavo Osmar Santos

martes, 25 de enero de 2011

ELEGÍA INTERRUMPIDA

Cuando por fin pude salir del hospital, el cansancio partía mi espalda de manera terrible. Derrotado por la muerte de mi paciente, todo lo que quería en ese instante era irme a dormir a casa. Miré el reloj y pude percatarme que eran las 21:30 hrs.
Apreté mis ojos con los dedos encontrados de mi mano, y dejé escapar un suspiro prolijo y lastimero.

Una vez en mi auto, tomé por la lateral de la Avenida San Francisco. Justo al virar a la derecha, la imagen de dos pequeñas niñas atrajo mi atención. Sin pensarlo, como movido por los resortes de mi piedad maltrecha, me acerqué a ellas. La más pequeña se bamboleaba sobre su cuerpecito, mostrando con claridad parálisis cerebral. La otra, simplemente se concretaba a mirarme con indiferencia.
Irremediablemente, un sentimiento de humanidad hizo acercarme. Para cuando estuve a un metro de distancia, una voz seca me paró con brusquedad. “Epa, epa, cabroncito. ¿A dónde? Éstas pendejitas son mis hijas”
Intentando increpar su postura, la mano firme del hombre me detuvo en un intento vano por acercarme a ellas. “Órale, cabrón, a chingar a su madre”, me dijo y me señaló a cualquier parte en señal que me alejara.

Esa noche no pude dormir. El recuerdo de mi joven paciente me asaltaba de manera mordaz. Pero entre las brumas de mi soledad extrema, la imagen de ambas niñas me hacía temblar de angustia.
Cuando al siguiente día me presenté al hospital, fui abordado por la Dra. Mariana Fernández, quien dándome una palmadita en la espalda, intentaba reconfortarme. “Ven, ayúdame e reconocer a una pequeña que ingresó anoche en la madrugada”  
Una vez en el área de urgencias, ambos nos apostamos al pie de la cama 14.
“Esta niña fue violada con saña inaudita, y quemada de ambas manos con cigarro”, dijo el asistente. Cuando pude mirar el rostro amoratado de la niña, un escalofrío paralizante me hizo desvanecer al punto del desmayo. “¡Es ella, es ella!, dije llevándome la palma de la mano para cubrir mis ojos invadidos por el llanto.
“¿De qué hablas, Jorge? ¿Es quién?”, decía Mariana. Intentando reponerme del shock, miré a la chiquilla a los ojos: ¡La misma mirada fría y extraviada de la noche anterior! Tragando saliva, logré balbucear estúpidamente. “Mira nada más, ángel de mi vida, ¿quién te hizo esto?” La respuesta nunca llegó, pues con una actitud que rebasaba toda estoicidad, venció sus manitas y perdió su mirada en el costado.

Días después, la realidad ocupaba todos mis sentidos, pues el periódico local, en la sección policíaca, daba cuenta del suceso: “Niña que era explotada por su padre pidiendo limosna y prostituyéndola, muere finalmente en el Hospital General”
El diario cayó de mis manos. Una impotencia total hizo derrumbarme, prorrumpiendo en un llanto convulso y dramático. No podía quitar de mi cabeza la mirada fría y lejana de la pequeñita. Apretaba las manos con rabia, al punto de propinarme a mí mismo, al menos una docena de bofetadas.

Un mes después, es que leo este fragmento del poema de Octavio Paz, Elegía Interrumpida, e intento comprender la esencia universal de sus líneas:
 
Codicia de la boca
al hilo de un suspiro suspendida,
ojos que no se cierran y hacen señas
y vagan de la lámpara a mis ojos,
fija mirada que se abraza a otra,
ajena, que se asfixia en el abrazo
y al fin se escapa y ve desde la orilla
cómo se hunde y pierde cuerpo el alma
y no encuentra unos ojos a que asirse...
¿Y me invitó a morir esa mirada?
Quizá morimos sólo porque nadie
quiere morirse con nosotros, nadie
quiere mirarnos a los ojos.

Pablo Martínez Ferandín
Fotografía cortesía de Gustavo Osmar Santos

miércoles, 19 de enero de 2011

A FLAWED FINALE

The murky bundles of sin wove drapes around the heavens. Black tresses-like, dense, curly fur lazily spread in front, partly covering the mount. The features now remained hidden by design, from view, though the flashes of light revealed the crevices; dried-up channels like nail marks tapered down up to the valleys. The drums beat like the heart, audible in the nervous silence, gradually mounting in tempo. The blazing light was too flickering like in a night club; soft breezy caresses callously rousing frivolous expectations overflowing with the sensual prospects, rubbing out the pent- up fretfulness, giving space for indulgence; like the bushy dry grass vainly waiting for trickles of releasing wetness; the cleft, below the mounts seemed to quiver in bare anticipation of a surging torrent. The fields were scorched and separated by thin skinned boundaries, which served as the passage. In dry nakedness earth lay back in the blissful prospect of moisture in its arid bushy haunches.
I looked up at the array of hills brushing the horizon. I heard a distant rumble. Rain clouds had gathered and covered the hills.I walked and waited for the rain to stream my parched mind.The bundles of black cotton peeking from the tips of the south east horizon carried a breezy cheerfulness, amorous and frivolous. Dogs now changed to elephants as bearded fakirs got converted to old model cars. The rest of the vast expanse remained a faded blue where a flock of crows crossed hurriedly.A blurred, unsure moon, sans scars, lazily lingered.I walked; my nostrils craving for the muddy reek and body, the slashes of gushing rainwater.Three forth of the firmament was now covered with the black thunder clouds. Lightning flashed like so many dragons splitting the ether to pieces .The palm trees did not budge in the wind that was slowly gathering momentum; may be the vampires were still asleep on it.
Then abruptly the rain clouds had disappeared as strong winds herded them off to more virtuous places where righteous people lived and waited. I saw remnants of its trail in the far nook of the horizon. I felt sad and dejected as I walked my way back the winding path leaving behind, the dried-up hopes. The sky seemed downcast as one, who couldn’t weep, like the eye that couldn’t shed a tear
I looked back and the hills stood abandoned, barren and apathetic as a gust passed me by like a sigh that exhausted a suppressed desire.

Sasidharan Cheruvattath (La India) 

With affection and gratitude to this magnificent man, for his invaluable support and friendship:
Arturo Juárez Muñoz

jueves, 13 de enero de 2011

SUMMER SUNSET

After twenty years of marriage, I have never tired of watching a beautiful sunset with my husband, Jeff. I have never tired of holding his hand, of seeing his smile, of knowing he enjoys nature as much as I do.
Sunsets have helped strengthen our relationship because we have spent much time watching the days come to a close together with no distractions. We have watched the clouds flare yellow and orange and red and lavender, and have marveled at the great way God created this world. A spiritual connection has brought us fulfillment.
Red maple leaves have begun falling from the trees in the last few days, their vibrant color stark amidst the saturated greens and dewy soil of our worn pathways. Soon the sun will set sooner and our lovely summer days will dwindle away, but for now....we enjoy the delightful temps and the warm sun rays on our faces. We look to the sky for the serenity of a peaceful mind and for the promise of more beautiful days to come.
When the chilly weather arrives, we will enjoy the flickering flames and coziness of the wood stove together, along with hot chocolate and good books.

Después de veinte años de matrimonio, nunca me he cansado de ver una hermosa puesta de sol con mi marido, Jeff. Nunca me he cansado de agarrarme de su mano, de ver su sonrisa, de saber que disfruta de la naturaleza tanto como yo.
Las Puestas de sol han ayudado a fortalecer nuestra relación, porque hemos pasado mucho tiempo mirando los días que llegan a su fin juntos, sin distracciones. Hemos visto las nubes brotar de lavanda amarilla, naranja y rojo, y se han maravillado de la forma en que Dios creó este mundo. Una conexión espiritual nos ha traído satisfacción.
Hojas rojas de arce han comenzado a caer de los árboles en los últimos días, en medio de sus colores vibrantes marcando los saturados verdes y el suelo cubierto de rocío de nuestras vías. Pronto el sol se pondrá y nuestros hermosos días de verano se alejarán, pero por ahora.... nos gustan las temperaturas agradable y los rayos del sol caliente en la cara. Miramos hacia el cielo en busca de la serenidad de una mente en paz y por la promesa de días más hermosos por venir.
Cuando el clima frío llegue, vamos a disfrutar de las llamas parpadeantes y la comodidad de la estufa de leña, junto con chocolate caliente y buenos libros.

Nancy J. Locke

jueves, 6 de enero de 2011

LOU GEHRIG Y DON ANSELMO

Para los que amamos el béisbol, las vivencias de nuestros jugadores favoritos, dentro y fuera de la cancha, son tan valiosas las unas como las otras. En ocasiones tengo la impresión que cuando uno de ellos toma turno al bate, nosotros bateamos como segunda sombra.
En aquel año de 1989, mi hijo Ignacio jugaba en la liga Maya de béisbol del Distrito Federal, México. Como cada domingo, asistía junto con él para verlo jugar en Campo 3. Era un deleite sentarme en la tribuna y gritarle una que otra arenga, pero más aún, dándole instrucciones de cómo pararse en el short stop o a la hora de pitchear.
Uno de tantos días, un personaje singular apareció en los pasillos de las instalaciones, y con parsimonia senil, su andar lento lo llevaba a cualquiera de los diferentes campos. Las primeras ocasiones me bastaba mirarlo sonreír y charlar amenamente con cuanto padre se lo permitía. Lo veía sacar papeles, recortes de periódico y en una ocasión, algo que parecía un souvenir de las Grandes Ligas de los Estados Unidos.
Con el paso de las semanas, sentí curiosidad de conocerlo, pues era todo un personaje entre los asistentes. Finalmente, llegó el gran día.
De nombre Don Anselmo, su rostro apergaminado y enjuto, guardaba una actitud ante la vida que denotaba alegría y buen humor. Era una máquina de hablar y hablar y hablar. La primera sorpresa fue que contaba con 82 años de edad y su amor por el béisbol era inagotable. La segunda fue cuando sacó un periódico prácticamente destruido, el cual desdoblaba con extremo cuidado. El titular era espectacular: “Lou Gehrig y Babe Ruth, fenómenos en los Yankees de New York”. Sin embargo, ésa no era la verdadera razón por la cual me la mostraba, sino que en una de las fotos, aparecía Don Anselmo junto con Lou Gehrig, vistiendo la franela neoyorquina.
Cuando levanté la mirada, descubrí sus ojos penetrantes hurgando en mi expresión. Sí, en efecto, habían jugado juntos en aquel entonces. Una hora tardamos en platicar, más bien en él hablar y yo sonreír mirándolo revivir aquella época dorada de su vida.
Como tesoros invaluables, de poco en poco me fue mostrando recortes y fotografías de su paso por la franquicia millonaria. Su rostro se iluminaba a la vez que movía ambas manos para expresar la enorme felicidad de haber vivido tan inmensa experiencia.
De vez en cuando, ambos mirábamos el campo de béisbol donde en ese momento jugaba mi hijo. Estoy seguro que él se miraba a sí mismo correr por las praderas centrales. Yo, por mi parte, imaginaba a mi hijo algún día jugar en las Grandes Ligas de los Estados Unidos.
(La fotografía es del equipo de béisbol donde jugaba su señor padre, la cual me la obsequió)


Arnulfo Arenas Izquierdo

domingo, 2 de enero de 2011

CÍRCULOS SOBRE LA ARENA

Mi nombre es Alice… y es todo lo que recuerdo. Ni siquiera sé si soy bonita, o gorda, o fea. Dicen que tengo 23 años de edad, y sin embargo, parece que tengo sólo 3.
Dicen que fue una mañana del verano de 1987, cuando me tomaron esta fotografía. Jugando a trazar figuras en la arena, que no comprendía, que no conocía, pero que para los psicólogos de aquel entonces, eran una manifestación de gran inteligencia.
No, no lo recuerdo.
Dicen que un virus extraño, desconocido, penetró en mi cerebro y atacó las capas cerebrales bajas, sumiéndome en un letargo que duró 7 años. Recluida en un hospital de Austin, Texas, mi vida transcurrió sin dar señal de actividad cerebral. Para mis padres, yo estaba muerta; para los médicos, estaba viva y aferrada al único hilo que me unía a la existencia terrenal: mi dedo índice.
Fue entonces, en el octavo año, que comencé a dibujar círculos en el aire. Ante la mirada atónita de los médicos y familiares, daba la impresión de haber vuelto a la vida, pero mi inactividad cerebral seguía mostrando una asombrosa oscuridad.
Al siguiente año, se agregó otra figura más: El triángulo. Fue entonces que un joven médico diagnosticó un síndrome de actividad cerebral suspendida, lo cual significaba que no había muerte cerebral.
Sin embargo, los siguientes 13 años poco se avanzó, si acaso que pude mover ambas piernas y un poco de movimiento corporal. Finalmente, un 22 de enero del 2009, pude abrir los ojos.
No hubo lágrimas, no hubo quejas ni lamentaciones. Reconocí a mis padres de manera increíble. Me abrazaron y los pude abrazar con dificultad. Lamentablemente, no podía recordar absolutamente nada más.
Cuando volvimos a casa, ningún motivo, rasgo distintivo o señal alguna lograron despertar en mí el más mínimo recuerdo. Fue como volver a nacer, o mejor dicho, haber puesto pausa en mi vida para reiniciarla 20 años después.
Desde ese momento a la fecha que escribo esta historia, pasaron muchísimas cosas. Terapias de rehabilitación, de recuperación de mis movimientos más básicos, y por supuesto, aprender a leer y escribir. Esta historia no la escribo yo, más bien la hago a través de mi amigo Paul. La fotografía, es mi único recuerdo inducido en mis sueños, pues de vez en cuando, me imagino dibujando círculos y triángulos sobre la arena del mar.


ALICE RODRÍGUEZ SMITH