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lunes, 21 de marzo de 2011

A MOMENT OF DECISION

I ran as fast as I could. The pain was so deep that I felt lost consciousness at any moment. The dizzying buzz of a shot gun, even pierced my ears full of panic never imagined.
At the crossroads of 33th and Fifth Avenue , I stopped to look for the first time my leg badly injured. The rictus of pain must be bigger than my own face, because I felt that left his jaw and eye position threatened to be thrown out of their bowls.

I sat on the sidewalk, and carefully, I was retrieving the fabric of my pants soaked with blood. Dramatic was looking at my ankle bone pieces. The blood flowed like a spring, leaving their footprints on the icy concrete.

As I could, I pulled the sock trying to stop the blood gushing seemed to sprout.
The distant shadow of the man who was chasing me was growing along the avenue. The fear in my heart collapsed, and I almost fell unconscious. Fortunately, it turned a block away, and launched the wrong direction.

When I try to walk, all around in my head spun. A swirling vortex which got me down, bringing me down heavy on the ice tonight.
Suddenly, everything was flooded with an incandescent light, bright colors. What bolt of iridescent light, everything around me has mutated into a shadow and images for other beautiful and bright?

Things lost shape and size to become an art nuanced brushstrokes never before seen by me. What evanescent poured paint vigorously and magic before my astonished eyes, a sense of peace flooded me entirely, giving way to an ability to fly on the soles of my feet.
I had never experienced such a subtle and wonderful experience. I looked down at my wounded leg, and with astonishment, I discovered that my body was where the delicate nuances emanating multicolored flooded the scene.

Such was the perfect beauty of this world, that I felt the need to imagine being dead, for spiritual peace, no pain, perfect sound of silence and the feeling of being at that time was, I did conceive a heavenly perfection .

Suddenly, a guttural voice reached my ears: "He is alive ... call an ambulance ..."
Were the most dramatic moments of my entire existence. I felt for a moment the power to decide about my life, do what I wished, birth, death, was just a fallacy. An internal struggle was fought in my heart. Should decide at that sublime moment when back to earthly life and stay forever in such exalted divine perfection.

The wail of the siren announcing that led me to a hospital acute and cyclical heard along the avenue.


UN MOMENTO DE DECISIÓN

Corrí tan deprisa como pude. El dolor era tan profundo que sentí perdería el conocimiento en cualquier instante. El zumbido vertiginoso de un disparo de arma de fuego, taladraba aún mis oídos llenándome de un pánico jamás imaginado.
Al llegar al cruce de la Avenida 33th y la Quinta, me detuve para mirar por primera vez mi pierna malherida. El rictus de dolor debió ser más grande que mi propio rostro, pues sentí que la quijada se salía de su posición y que los ojos amenazaban con botarse de sus cuencos.

Me senté en la acera, y con mucho cuidado, fui descorriendo el tejido de mi pantalón empapado de sangre. Cuán dramático resultó mirar el hueso de mi tobillo hecho pedazos. La sangre emanaba como manantial, dejando sus huellas sobre el helado concreto.

Como pude, apreté el calcetín intentando detener la sangre que parecía brotar a borbollones.
Al incorporarme, la sombra lejana del hombre que me perseguía se agigantaba a lo largo de la avenida. El temor se colapsó en mi corazón, y a punto estuve de caer desmayado. Por fortuna, dio vuelta una cuadra antes, y se lanzó con rumbo equivocado. 

Al intentar caminar, todo dio vueltas en mi cabeza. Una vorágine me atrapó cual remolino descendente, haciéndome caer pesado sobre el hielo de la noche.
De pronto, todo se inundó de una luz incandescente, brillante, multicolor. Cual saeta de luz iridiscente, todo a mi alrededor mutó a sombras e imágenes por demás hermosas y brillantes.

Las cosas perdieron forma y tamaño para convertirse en pinceladas matizadas de un arte jamás antes visto por mí. Cual pintura evanescente que se vertía vigorosa y mágica ante mi atónita mirada, una sensación de paz me inundó por entero, dando paso a una capacidad de volar sobre las plantas de mis pies.
Jamás había experimentado tan sutil y maravillosa experiencia. Miré entonces la pierna herida, y con asombro, descubrí que de era de mi cuerpo de donde emanaban los delicados matices multicolores que inundaban la escena.

Era tal la belleza perfecta de ese mundo, que sentí la necesidad de imaginar estar muerto, pues la paz espiritual, la ausencia de dolor, la perfecta sonoridad del silencio y la sensación de bienestar que en ese momento sentía, me hicieron concebir una perfección celestial.

De pronto, una voz gutural llegó a mis oídos: “Sí, está vivo… llamen una ambulancia…”
Fueron los momentos más dramáticos de toda mi existencia. Sentí por un instante el poder decidir sobre mi vida, hacer lo que me viniese en gana, nacer, morir, era sólo una falacia. Una lucha interior se libró en mi corazón. Debía decidir en ese instante sublime si volver a la vida terrenal o quedarme para siempre en tan excelsa perfección divina.

El ulular de la sirena anunciando que me llevaban a un nosocomio, se escuchó aguda y cíclica a lo largo de la avenida.

Clarice Rendalvi

Photography by Leovi


miércoles, 2 de marzo de 2011

UN DÍA EN LA PLAYA

Era la cuarta vez que las llamaban,  ya estaba anocheciendo y si bien no hacía frío, el día de playa estaba llegando a su fin; había sido espléndido, ni frío ni calor; solo una pequeña brisa a última hora; estar de vacaciones  en un pueblito cerca del mar permite llegar a la playa en pocos pasos.

Desde la mañana temprano estaban en “un proyecto secreto”, parece ser que en una de las tantas veces que entraban y salían del  agua, encontraron unas piedras muy llamativas y extrañas, porque tenían incrustados minúsculos pedacitos de un elemento brilloso, muy brilloso, y … si eran diamantes?, esa fue la primera pregunta que se hicieron.

En un abrir y cerrar de ojos se transformaron; Manuela   era doctora en piedras, mineróloga  le había explicado su padre  y Camila era investigadora de campo.Se habían propuesto recolectar todas las piedras que pudieran para llevarlas a su “laboratorio” y allí analizarlas con mas detenimiento.

Ya tenían todo pensado, en la cochera de la casa de Cami, había un placard con herramientas, una pileta de lavar la ropa muy grande, porque seguramente tendrían que hacer distintos procesos de limpiado de todo lo que encontraran, también había  frascos de mermeladas vacíos donde pondrían cada una de las distintas piedras según su aspecto y tamaño.Manuela recordó que la maestra siempre les decía que “Cuando se trabaja hay que ser ordenado y prolijo”, para no perder ninguna información en el camino.

Ellas estaban en su mundo, iban y venían al agua  buscando “sus” piedras, que no eran cualquier piedra; también  escuchaban como a lo lejos el llamado cada vez mas insistente de Graciela, la mamá de Camila; ella sabía que cuando la madre pronunciaba su nombre con una i muy larga, era señal de problemas inmediatos.

Si, estaban en su mundo, ese donde las palabras tenían un solo sentido, lo que querían decir; un mundo donde no había que leer entrelíneas para descubrir que cuando se dice algo, en realidad se quiere decir otra cosa; definitivamente para ellas los adultos eran una gran incógnita, demasiado complicados.

Y volviendo a su “investigación” parloteaban sin parar haciendo planes para el día siguiente, porque sabían que si no “hacían caso”, el proyecto corría peligro.
Y así terminó este día para Manuela y Camila, ansiosas de que llegue la mañana siguiente para volver a la playa y a sus “piedras tan preciosas”

Niñez,  nos sentimos indestructibles,  el tiempo por delante nos pertenece, la justicia y lo correcto son moneda corriente.

Un día en la playa como tantos que yo pasé en mi niñez, porque ésta; ésta es mi historia.

Patricia Bonanno
Argentina
Fotografía y cuento

viernes, 18 de febrero de 2011

LAS VENTANAS ADOSADAS

De los treinta y cinco años que llevo ejerciendo la psiquiatría, mi más grande pasión ha girado alrededor de la delgada línea entre los trastornos de la conducta humana y los desajustes provocados por el daño neurológico del cerebro humano.
Mi nombre es Emilio Estevanez Iquia. Neurocirujano, Director del Centro para la Atención de la Esquizofrenia aguda, y últimamente, un hombre entrado en años con pocas aspiraciones en la vida, que no sean las de mantenerme ocupado en esto llamado ciencia.
Don Manuel Esquinca Pinzón era mi paciente favorito. De origen chileno, ingresó al hospital con un cuadro de catatonia de más de tres años. Cuando lo recibí en mi consultorio, su mirada oceánica llamó poderosamente mi atención. Paralizado como roca, parecía estar a doscientas millas de allí, mirando hacia un infinito que se alargaba y lo cobijaba de toda angustia posible.
Sin yo imaginarlo, encontré en su callada compañía un consuelo a la muerte de mi esposa. Con el paso del tiempo, nos hicimos amigos. Decidí entonces llevarlo a una estancia alojada en el extremo poniente del nosocomio. Sentados en sendas mecedoras, nos colocábamos de frente y nos platicábamos sin hablar, nuestras largas historias de amores y desamores, de triunfos y de fracasos.
Durante tres años, jamás descubrí el más mínimo movimiento corporal de Manuel. Lo único es que desapareció el Don, para ser simplemente: Manuel. Increíble para mí, fue el constatar que su compañía resultó placentera, extraña, extravagante inclusive, pues a pesar de no recibir respuesta a mis cavilaciones, al menos su silencio representaba una manera respetuosa de escuchar mis largas peroratas.


Una tarde que caminaba por las calles del Barrio de Cumbreras, llamaron mi atención un par de ventanas adosadas que parecían tocarse en un beso mudo y complaciente. Mi mirada se extendió a través de sus muros para reposar en lo que imaginé serían dos alcobas vacías, sumidas en soledades extremas y cobijadas por el paso de los años. Impulsivamente, decidí tocar a la puerta de la casa de la izquierda. Una mujer de edad similar a la mía, abrió con sigilo ante lo inesperado de mi visita. Sus ojos amielados alumbraban un rostro hermoso, profundamente dulce. Ante mi asombro, me invitó a pasar señalando con amabilidad la salita de su casa.
Movido por la curiosidad y un encantamiento extraño, me deje llevar por aquella menuda mujer, pues no podía medir más de 1.60 metros. Nos sentamos ambos en los pomposos sillones, y sin desdibujar su sonrisa angelical, me miró inquiriente. “¿Por qué tardaste tanto en venir?”, me dijo con voz dolorosa. Mis ojos debieron desorbitarse, pues seguro me estaba confundiendo con alguien. Cuando apenas comenzaba a acomodar las ideas en mi mente, su reclamo se tornó en confesión, diciendo: “Sabes muy bien que no era mi intención lastimarlo de esa manera… Sí, sí, lo sé, debí ser sincera y no haber dejado crecer tan profundo sentimiento en su corazón. ¿Sabes cuántas veces despierto angustiada imaginando qué será de él? Sin embargo, tú y sólo tú pudiste haberlo ayudado, pero jamás llegaste para…”
Un llanto prolijo brotó, recogiendo las largas horas de angustia y arrepentimiento que parecía la ahogaban inexorablemente. Sólo me concretaba a escucharla, a admirarla. Sus delicados rasgos faciales denotaban una hermosura que parecía sobrevivir al dolor y la fatiga.
Tomó aire, y tras llevarse un pañuelito color rosa a su rostro atrito, continuó diciendo: “En más de una ocasión quise buscarlo, pedirle perdón, suplicarle me permitiera resarcir toda la penuria que debí haberle provocado, sin embargo, cobarde e impotente de lavar mi ofensa, me oculté en estas paredes. Fue así que decidí poner cerrojo a la ventana para quitarme la tentación de verlo llegar algún día, y morir de pánico y vergüenza…”


Salí de aquella casa convertido en un estúpido. Nunca supe qué contestar, qué hacer, cómo actuar ante aquella dulce mujer. Al bajar las escaleras, una idea cruzó por mi mente como saltan las canicas en el suelo de cemento. Me apresuré y busqué el acceso a la casa trasera. Mi corazón palpitaba aceleradamente. Un pensamiento voraz me atrapó sobremanera.
En respuesta a mi inquietud, tras llamar a diferentes puertas, por fin acerté a aquella que se comunicaba ventana con ventana, con la de aquella mujer.
Mi sangre se congeló cuando pude leer una placa metálica conteniendo el nombre del propietario: Manuel Esquinca Pinzón. De pronto, una mujer, que en apariencia hacia labores de limpieza, dijo desde un costado de la casa: “Si busca a Don Manuel, tiene más de tres años de no vivir aquí…”

Lo pensé muy bien antes de hacerlo. Mi corazón saltaba cual adolescente que se atrevía a cometer un acto vandálico. Me senté justo enfrente de él para poder distinguir cada rasgo de su expresión endurecida por el silencio. Tras respirar profundamente, comencé a narrar, detalle a detalle, la entrevista que sostuve esa tarde con aquella hermosa mujer. No fue necesario llamarla por su nombre. Bastó describir su cabellera encanecida que lucía esplendorosa; sus ojos de sol resplandeciente; su figura menuda y delicada; su hoyo en la mejilla derecha y su sensacional sonrisa y su grácil movimiento de manos al hablar y su vestido azul turquesa y sus zapatillas de ante…
Manuel levantó la mirada. Me miró fijamente a los ojos y… soltó en llanto interminable. 


Raquel Argumedo Zanabria
Fotografía cortesía de Gustavo Osmar Santos

sábado, 12 de febrero de 2011

NARIZ DE ZORRO


Beneranda lleva a pastar ovejas, allá lejos en el cerro, cerca de la escuela de Muñayoc, entre tolares y piedras.
Por las mañanas, bien temprano sale con su rebaño. Lleva en su espalda un poco de lana de llama que lavó y tiñó con la flor de cardón.
Cuando llega a un lugar con pasto y agua para sus ovejas, toma el uso y transforma en madeja el pelo de llama.
Pensó en tejer unas medias para su hijo Luis, que hacía dos años había viajado a la ciudad para trabajar y según le contaron, allá se sufre más del frío en los pies.
En la carta que le escribió le daba a entender que estaba un poco triste.... “entre el campo y la ciudad hay muchas cosas diferentes”..., comentaban en la feria los paisanos que habían ido a trabajar una temporada lejos de Muñayoc. 
Una mañana Beneranda, sentada sobre una piedra, mientras hilaba, vio pasar un zorro, tan veloz, que no le pudo ver la cola. Se asustó.
Al otro día, buscó otro camino, ella sabía que los zorros comen ovejas, entonces llevó de compañía a su perro El Negro, un palo grande y un machete.
Ella estaba engordando las ovejas, una parte del rebaño lo pensaba vender para comprar un boleto de colectivo para Luis y así podría visitar otra vez el campo.
Con los ojos como dos lunas llenas, estaba atenta a todo lo que pasara a su alrededor. Por suerte ese día no lo vio y se quedó más tranquila.
Llegó el fin de semana y como todos los domingos Beneranda lleva para vender o intercambiar en la feria, guantes, gorros y bufandas. Allí se encuentran los vecinos, comadres y compadres. En eso que estaba cambiando bufandas por maíz pelado, se arrima Don Sarapura.
-          ¡Cómo anda Doña Bene!, hacía mucho que no la veía...
-          ¡Será que Usted no viene, yo estoy toditos los domingos!, firme en mi puestito, con la medias...pronto voy a traer cordero, le falta todavía un poquito...
-          ¿Sabe?, el otro día estuve cerca de la escuelita, se habían escapado unas llamas y no la vi. Ni siquiera cruzando el abra, y...¡no sabe el susto que me di...se me cruzó un zorro!
-          ¡No me diga, yo también lo vi! y ha de ser el día que me fui pa´ Miraflores, me lo llevé al El Negro, pero por ahí no pasó nada... por suerte.
-          Le cuento...y quédese tranquila, lo pillé a ese zorrito come ovejas, ya no va a molestar más. Lo dejé colgado en un palo, en el cruce de caminos para que todos vieran que no cuenta más el cuento...y mire lo que le traje para Usted, bueno... para su hijo Luis, para que le mande a la ciudad.-sacando del bolsillo del pantalón el hocico del animal-
-          ¡La nariz del zorro! y... ¿cómo sabe usted que mi hijo anda con tirisia, así medio triste...
-    Doña Bene, yo también me he ido a la ciudad y a veces uno no la pasa nada bien. Pero sabe, le voy a cambiar la nariz de zorro protectora por ese par de medias que está tejiendo, porque en el puesto, en la cocina... allá arriba, ¡está muy frío!, me la cambia, ¿le parece?...

Beneranda, se sonrió y pensó que otro par de medias podía hacerle a Luis, atrapar a un zorro come ovejas y quedarse con su nariz que protege a las personas cuando están tristes, iba a ser más difícil de conseguir.
-    Está bien, en un ratito ya van a estar listas, antes que caiga el sol.

En una caja para encomienda viajaron juntas la nariz y un nuevo par de medias. Luis al abrir la caja, sonrió. El hechizo estaba comenzando a hacer efecto.

Carina Borgogno

jueves, 10 de febrero de 2011

EL MAESTRO RURAL

Mi nombre es Javier. Soy maestro rural, idealista… asesino. No puedo decirlo de otra manera.
Cuando viajé a la capital, jamás imaginé que mis sueños de superación y ambición por conocer otra forma de vida, me llevarían a cometer uno de los actos más atroces de mi existencia.
Nací y crecí en la provincia de Sinaloa, México, sin más aspiraciones que ayudar a mis padres y a mis tres hermanos.
Cuando ingresé a la escuela para maestros rurales, mi visón de la vida era tan reducido, que me bastaba imaginar ayudar a los niños a leer y escribir, y de ser posible, integrarlos al crecimiento de aquellas zonas tan pobres y olvidadas.
Diez años después me dieron la noticia de acceder a una plaza en una escuela primaria estatal. El día que tomé el trabajo me sentía muy nervioso, emocionado. Mirar a aquellos niños mejor vestidos, limpios, rozagantes, fue para mí como mirar dos mundo opuestos. Sin embargo, con el paso de los días la realidad se comenzó a convertir en cotidianeidad, más no por ello dejé de asombrarme de la forma de pensar de la gente en la capital.
Una tarde que tomaba mis alimentos, la figura desgarbada de un muchacho llamó mi atención. Se sentó en una mesa justo enfrente de mí. Iba acompañado de otro jovencito similar en edad. Yo lo miraba con atención queriendo recordar su rostro, pues me parecía conocido. De pronto, un recuerdo sacudió mi memoria. Era Juan, seguro que era él. De inmediato me acerqué y le dije con admiración: «¡Juanito, ¿Cómo estás? ¿Te acuerdas de mí?». Su rostro se alteró. Mostrándose perturbado, me ignoró esquivando mi mirada. Sin meditarlo, me senté a su mesa. De inmediato su compañero se puso de pie y sacó una arma apuntándome directo a la cabeza. Sorprendido, quedé paralizado. Me siguió amenazando con la pistola, ordenándome que me largara de allí. Aturdido, dejé un par de billetes en mi mesa y me alejé.
Esa noche no pude dormir. Una confusión brutal inundaba mi mente. «Segurito que es Juan», decía a mis adentros. En mis cavilaciones llegaba el recuerdo de un niño de una inteligencia asombrosa, de esos que llaman de mente fotográfica. Recuerdo que era capaz de mirar un paisaje por unos minutos, para después, dibujarlo con una precisión asombrosa, con detalles y proporciones extraordinarias. Lamentablemente padecía de un trastorno grave parecido al autismo, pues se ocultaba en su mundo insondable, y sólo él decidía quién podía ingresar en éste.
Tres días después del incidente, cuando estaba a punto dormir, resonaron fuertes llamados a mi puerta. Al abrir, un joven me lanzó al interior de forma intempestiva. Era Juanito. «¿Qué pasa…?», expresé asustado. «¡Profe, váyase por favor, su vida corre peligro!». «¿Eres tú, verdad? ¡Eres Juanito! ¿Qué pasa, hijo, ¿en qué líos andas metido?», expresé sumamente preocupado. «No tengo tiempo de explicaciones, se lo ruego, váyase de la capital, porque… no respondo.», dijo atropelladamente, para luego salir en azarosa huída.
Estúpidamente, cometí el error más grande de mi vida, pues al intentar alcanzarlo, calles adelante un par de mozalbetes me sujetaron con violencia. «¡Oigan, esto es un atropello…», grité lleno de pánico.
«¡Cállate, cabrón o aquí te carga la chingada!», dijo el más grande. Tras inútil lucha por liberarme, el otro me sujetó de ambas manos por la espalda, sometiéndome finalmente. «¡A ver, pinche putito! ¿Qué te traes con el Juan?», exclamó inquiriente, apuntándome con su arma en plena frente.
«¿Quiénes son ustedes», les refutaba. «¡Sólo contesta, cabrón», exclamó enfurecido.
Como auténtico cobarde, solté en llanto imaginando lo peor. Juan debía andar metido en asuntos del bajo mundo. Entre las ideas que se colapsaban en mi cabeza, les suplicaba que lo dejaran en paz, que era un joven súper dotado con una memoria privilegiada, que merecía otra forma de vida, otra oportunidad que andar de asesino a sueldo o qué sé yo.
Nada más me escuchaban con atención. Parecía una confesión estúpida e inapropiada, pues me miraban con extrema agudeza. «¿Así que el cabrón es un geniecito con cabeza fotográfica? No, pos… ya se los cargó la chingada a los dos», dijo con sonrisa sardónica.
Al sentir mi vida amenazada de muerte, con fuerza inimaginada logré soltarme de una mano, le arrebaté la pistola al mayor y le metí un tiro en pleno ojo derecho. De inmediato giré y amenacé al otro, quien levantó las manos en señal de rendición.
No supe cómo, pero llegué a casa con el corazón a punto de estallarme. No pude dormir. En ocasiones creo que debí haber muerto esa misma noche.

A la mañana siguiente, trastornado en extremo y dolorido de todo el cuerpo, como autómata salí rumbo a la escuela. A mi paso, una multitud de curiosos se arremolinaba en el otro costado de la acera. Señalaban con frialdad a una víctima. Un presentimiento congeló mi sangré. «¡Era narco! ¡Pobre pendejo!», dijo un muchacho que parecía conocerlo. Me acerqué y le dije con voz entrecortada por el llanto: «No, no es narco, se llama Juan.»

Alejandro Mendoza Furner
Fotografía cortesía de Gustavo Osmar Santos

sábado, 5 de febrero de 2011

DEBE TENER UNA HISTORIA

“Debe tener una historia… Debe tener una historia…”

Tras un día agotador en la escuela, llegué a casa para poder ducharme y asistir a una fiesta en honor del director de carrera. Tengo por costumbre verificar mi correo electrónico, así como enterarme de algunas noticias en la Internet. Pronto el mensaje “1 mensaje sin leer” hizo su aparición.

Al comenzar su lectura, mi rostro se endureció y mi ceño se frunció sobremanera.

“En el mes de agosto -06 y 09- se conmemora el 65 aniversario del lanzamiento de las Bombas Atómicas a los pueblos Japoneses de Hiroshima  y Nagasaki, convirtiendo a Japón en el primer y único país victima de ataques atómicos en la historia de la humanidad. Según cifras oficiales, las bombas atómicas ocasionaron la muerte a 140.000 personas en Hiroshima y 80.000 en Nagasaki.

Aún el día de hoy los habitantes de ambas comunidades sufren los efectos desastrosos de la radiación, muchos mueren de enfermedades como el cáncer y algunos siguen naciendo con deformaciones severas. Miles de personas aún continúan muriendo producto de la radioactividad, elevándose la cifra total de víctimas por ambas bombas a 269.446.”

Inconscientemente aparté mi vista del monitor, pues al mirar con avidez la parte baja del texto, una imagen escalofriante me estremeció de pies a cabeza. Cerré los ojos y me puse de pie contra la pared. Mi mente giraba a mil revoluciones por segundo. El rostro imperceptible de aquel joven ocupaba todo resquicio de dignidad, de vergüenza, de dolor.
“Debe tener una historia… Debe tener una historia…” Fue la única frase que pude balbucear en medio de mi incoherencia total.


Las horas trascurrieron como escenas fantasmagóricas que rehusaban abandonar mis pensamientos. “La nota es incorrecta…”, me decía a mí mismo. No murieron miles ni millones, murió uno… uno solo… en nombre de todos los que pudieron sufrir tan dramática muerte…”

La noche llegó plena, oscura. La última vez que miré el reloj eran las 2:30 de la madrugada. Cual losa plúmbea sobre mis hombros, caí en el espasmo de una pesadilla inimaginada. Más por necesidad que por cansancio, mis ojos se cerraron hasta caer en un sueño profundo y necesario.

Al siguiente día, camino a la universidad, me crucé con un joven que caminaba con rapidez justo a mi lado. De rostro oriental, me miraba sonriente como queriendo charlar conmigo. Pese a que soy más bien poco sociable, respondí a su gesto para luego dar paso a un diálogo que se prolongó por varios minutos.
¿Estudias en la universidad?, pregunté. Sí, en la carrera de psicología, respondió. ¿En qué grado?. ¿En noveno semestre?, dijo. ¡No puede ser!, espeté. Yo también curso ese grado y nunca te he visto, le dije con extrañeza.

Me dio la mano, y juro por Dios que es la mano más suave y delicada jamás tocada en toda mi vida. Hikaru Kato, dijo inclinando la cabeza. Yo soy Michael Sinclair, expresé con agrado.

La conversación siguió sin percatarnos ambos del paso del tiempo. Es que le gustaba el mismo equipo de basquetbol, la misma música, la misma marca de ropa, la misma comida, vinos y pastelillos. El asombro por la cascada de coincidencias era abrumador. Los mismos objetivos en la vida, los mismos proyectos, los mismos ideales en torno a la mujer de nuestros sueños.
Cual si fuese mi calca humana, nuestras sombras proyectadas por el sol de la mañana, parecían converger una sobre la otra, llenándome más de temor que de complacencia.
Nos despedimos con emoción. Al propinarnos un abrazo, una descarga eléctrica me sacudió y me hizo perder el conocimiento.


Cuando volví en sí, no sabía cuanto tiempo había transcurrido, mucho menos cómo es que me hubiesen transportado justo a mi cama, a mi alcoba, a mi casa.
Al voltear sobre mi costado para ver el reloj, un frío aterrador paralizó mi vida entera, pues marcaba justo las 2:35 de la madrugada.

Jadeante, el corazón amenazaba salir por mi boca. Con el aliento contenido, pegué un salto y me dirigí a mi computadora. Allí estaba. La misma imagen que minutos antes me sobrecogiera profundamente.

“Debe tener una historia… Debe tener una historia…”, repetí una y otra vez, hasta que por fin apareció el sol por entre las laderas.

Federico Ormeño Funes

domingo, 30 de enero de 2011

LOS REFUGIOS DE NUESTRAS SOLEDADES

Solíamos salir juntos los tres en aquellas tardes lluviosas de verano. Abrazados por la cintura, saltábamos sobre los charcos hasta empaparnos de esas aguas lodosas que bajaban de los barrios altos de la ciudad. Aurora y Eugenio eran novios desde los doce años de edad, y los vine a conocer en la universidad, justo a media carrera de filosofía y letras.
Espigado él, esbelta ella, parecían nacidos el uno para el otro. Se sentaban casi siempre en un solo banco, y a la hora de sonreír, la carcajada de uno era el eco de la sonrisa del otro.
Aprieto entonces la mandíbula y me pregunto: ¿Cómo es que sucedió? ¿Cuándo? ¿En qué lugar? Probablemente ninguno de los tres sabría contestarlo con certeza. Sin embargo, algo inexplicable debió colarse como agua entre los dedos. Tan sutil, tan imperceptible, que de pronto nos sumergimos en una vorágine diabólica y sin sentido.
Fue una tarde, igual a la tarde cristalina y lluviosa que cuando la conocí. Aurora vestía un delgadísimo vestido que transparentaba su estupenda figura. A trasluz, no era necesario imaginar su cuerpo, pues éste se delineaba con los rayos crepusculares formando una silueta subyugante y hechicera. Cruzamos nuestras miradas burlando la actitud pasiva de Eugenio. Como saeta, como rayo inhumano, una tentación jamás imaginada escindió mi razón y se clavó como daga asesina.
Fue entonces el inicio de un juego sucio, voraz, que nació como atrevimiento y terminó como traición.
A parir de ese día, Aurora procuraba citarme en horas en que Eugenio se encontraba en su trabajo. Poseídos de una pasión desbordante, dábamos rienda suelta a nuestras fantasías más extrañas y enajenantes. El decoro se fue perdiendo y ganado la burla irreverente, pues cruzábamos nuestros pies por debajo de la mesa y rozábamos nuestra piel desnuda y ardiente, aún en su presencia.
Pasados unos meses, la tragedia asomó en nuestras vidas, pues Aurora perdió la vida de manera trágica, grotesca, inexplicable. Eugenio lloraba abrazando su cuerpo destrozado a media calle, retirándole los escombros de la casona que se le vino encima. Sollozaba de tal manera, que su rostro parecía una burla sangrienta del destino, pues el llanto se mezcló con los restos de cal y arena, formando una masa dantesca.
Yo no sabía qué hacer, si llorar a la mujer amada o condolerme de tan desgarradora traición a mi mejor amigo. A partir de ese momento mi vida cambió por entero, pues tras el sepelio de Aurora, Eugenio se perdió entre la nada, desapareciendo de todas partes.
Mis noches eran más que vacías, pues había perdido a los dos únicos seres que llenaban de luz mi existencia.
Fue inútil la afanosa búsqueda que emprendí por encontrarlo, para pedirle perdón, para lavar la bajeza de haberlo burlado tan ostensiblemente.
Cuarenta años después, el único dato que pude obtener, era un rumor de que había perdido la razón. Que estaba recluido en un hospital de enfermos mentales. Tras muchas indagatorias, recibí la noticia que por voluntad propia había abandonado aquel lugar, y que andaba mendigando en las calles de los barrios bajos.
Tras meses de búsqueda, por fin lo encontré. Viejo, con el rostro ambarino y enjutado como hoja de maíz. Su mirada extraviada no se modificó cuando lo miré de frente. Quise abrazarlo pero no pude. Su rostro desaparecía tras la cascada de lágrimas que inundaron mis ojos. Él, solamente me miraba de forma indiferente. Quise pronunciar su nombre pero enmudecí porque el fuego quemaba mi garganta.
Entonces me alejé. No dije nada, solamente corrí de vergüenza.
Con el paso de los días, el rostro de Eugenio parecía la única imagen que mis ojos miraban. Una duda nació y creció en mis adentros. Estaba seguro que Eugenio lo supo todo, siempre, pero calló por el inmenso amor que le profesaba a nuestra querida Aurora. Prefirió guardar silencio que perdernos a ambos.
Hoy, soy un anciano, enfermo, desahuciado. Voy a morir de vergüenza y de dolor, sin el perdón de él y sin la compañía de ella.
Solo espero en Dios que en el momento exacto de nuestra muerte, tanto él como yo, hayamos encontrado la paz en los refugios de nuestras soledades.

Ana María Garduño Ize
Fotografía cortesía de Gustavo Osmar Santos

martes, 25 de enero de 2011

ELEGÍA INTERRUMPIDA

Cuando por fin pude salir del hospital, el cansancio partía mi espalda de manera terrible. Derrotado por la muerte de mi paciente, todo lo que quería en ese instante era irme a dormir a casa. Miré el reloj y pude percatarme que eran las 21:30 hrs.
Apreté mis ojos con los dedos encontrados de mi mano, y dejé escapar un suspiro prolijo y lastimero.

Una vez en mi auto, tomé por la lateral de la Avenida San Francisco. Justo al virar a la derecha, la imagen de dos pequeñas niñas atrajo mi atención. Sin pensarlo, como movido por los resortes de mi piedad maltrecha, me acerqué a ellas. La más pequeña se bamboleaba sobre su cuerpecito, mostrando con claridad parálisis cerebral. La otra, simplemente se concretaba a mirarme con indiferencia.
Irremediablemente, un sentimiento de humanidad hizo acercarme. Para cuando estuve a un metro de distancia, una voz seca me paró con brusquedad. “Epa, epa, cabroncito. ¿A dónde? Éstas pendejitas son mis hijas”
Intentando increpar su postura, la mano firme del hombre me detuvo en un intento vano por acercarme a ellas. “Órale, cabrón, a chingar a su madre”, me dijo y me señaló a cualquier parte en señal que me alejara.

Esa noche no pude dormir. El recuerdo de mi joven paciente me asaltaba de manera mordaz. Pero entre las brumas de mi soledad extrema, la imagen de ambas niñas me hacía temblar de angustia.
Cuando al siguiente día me presenté al hospital, fui abordado por la Dra. Mariana Fernández, quien dándome una palmadita en la espalda, intentaba reconfortarme. “Ven, ayúdame e reconocer a una pequeña que ingresó anoche en la madrugada”  
Una vez en el área de urgencias, ambos nos apostamos al pie de la cama 14.
“Esta niña fue violada con saña inaudita, y quemada de ambas manos con cigarro”, dijo el asistente. Cuando pude mirar el rostro amoratado de la niña, un escalofrío paralizante me hizo desvanecer al punto del desmayo. “¡Es ella, es ella!, dije llevándome la palma de la mano para cubrir mis ojos invadidos por el llanto.
“¿De qué hablas, Jorge? ¿Es quién?”, decía Mariana. Intentando reponerme del shock, miré a la chiquilla a los ojos: ¡La misma mirada fría y extraviada de la noche anterior! Tragando saliva, logré balbucear estúpidamente. “Mira nada más, ángel de mi vida, ¿quién te hizo esto?” La respuesta nunca llegó, pues con una actitud que rebasaba toda estoicidad, venció sus manitas y perdió su mirada en el costado.

Días después, la realidad ocupaba todos mis sentidos, pues el periódico local, en la sección policíaca, daba cuenta del suceso: “Niña que era explotada por su padre pidiendo limosna y prostituyéndola, muere finalmente en el Hospital General”
El diario cayó de mis manos. Una impotencia total hizo derrumbarme, prorrumpiendo en un llanto convulso y dramático. No podía quitar de mi cabeza la mirada fría y lejana de la pequeñita. Apretaba las manos con rabia, al punto de propinarme a mí mismo, al menos una docena de bofetadas.

Un mes después, es que leo este fragmento del poema de Octavio Paz, Elegía Interrumpida, e intento comprender la esencia universal de sus líneas:
 
Codicia de la boca
al hilo de un suspiro suspendida,
ojos que no se cierran y hacen señas
y vagan de la lámpara a mis ojos,
fija mirada que se abraza a otra,
ajena, que se asfixia en el abrazo
y al fin se escapa y ve desde la orilla
cómo se hunde y pierde cuerpo el alma
y no encuentra unos ojos a que asirse...
¿Y me invitó a morir esa mirada?
Quizá morimos sólo porque nadie
quiere morirse con nosotros, nadie
quiere mirarnos a los ojos.

Pablo Martínez Ferandín
Fotografía cortesía de Gustavo Osmar Santos

miércoles, 19 de enero de 2011

A FLAWED FINALE

The murky bundles of sin wove drapes around the heavens. Black tresses-like, dense, curly fur lazily spread in front, partly covering the mount. The features now remained hidden by design, from view, though the flashes of light revealed the crevices; dried-up channels like nail marks tapered down up to the valleys. The drums beat like the heart, audible in the nervous silence, gradually mounting in tempo. The blazing light was too flickering like in a night club; soft breezy caresses callously rousing frivolous expectations overflowing with the sensual prospects, rubbing out the pent- up fretfulness, giving space for indulgence; like the bushy dry grass vainly waiting for trickles of releasing wetness; the cleft, below the mounts seemed to quiver in bare anticipation of a surging torrent. The fields were scorched and separated by thin skinned boundaries, which served as the passage. In dry nakedness earth lay back in the blissful prospect of moisture in its arid bushy haunches.
I looked up at the array of hills brushing the horizon. I heard a distant rumble. Rain clouds had gathered and covered the hills.I walked and waited for the rain to stream my parched mind.The bundles of black cotton peeking from the tips of the south east horizon carried a breezy cheerfulness, amorous and frivolous. Dogs now changed to elephants as bearded fakirs got converted to old model cars. The rest of the vast expanse remained a faded blue where a flock of crows crossed hurriedly.A blurred, unsure moon, sans scars, lazily lingered.I walked; my nostrils craving for the muddy reek and body, the slashes of gushing rainwater.Three forth of the firmament was now covered with the black thunder clouds. Lightning flashed like so many dragons splitting the ether to pieces .The palm trees did not budge in the wind that was slowly gathering momentum; may be the vampires were still asleep on it.
Then abruptly the rain clouds had disappeared as strong winds herded them off to more virtuous places where righteous people lived and waited. I saw remnants of its trail in the far nook of the horizon. I felt sad and dejected as I walked my way back the winding path leaving behind, the dried-up hopes. The sky seemed downcast as one, who couldn’t weep, like the eye that couldn’t shed a tear
I looked back and the hills stood abandoned, barren and apathetic as a gust passed me by like a sigh that exhausted a suppressed desire.

Sasidharan Cheruvattath (La India) 

With affection and gratitude to this magnificent man, for his invaluable support and friendship:
Arturo Juárez Muñoz

jueves, 13 de enero de 2011

SUMMER SUNSET

After twenty years of marriage, I have never tired of watching a beautiful sunset with my husband, Jeff. I have never tired of holding his hand, of seeing his smile, of knowing he enjoys nature as much as I do.
Sunsets have helped strengthen our relationship because we have spent much time watching the days come to a close together with no distractions. We have watched the clouds flare yellow and orange and red and lavender, and have marveled at the great way God created this world. A spiritual connection has brought us fulfillment.
Red maple leaves have begun falling from the trees in the last few days, their vibrant color stark amidst the saturated greens and dewy soil of our worn pathways. Soon the sun will set sooner and our lovely summer days will dwindle away, but for now....we enjoy the delightful temps and the warm sun rays on our faces. We look to the sky for the serenity of a peaceful mind and for the promise of more beautiful days to come.
When the chilly weather arrives, we will enjoy the flickering flames and coziness of the wood stove together, along with hot chocolate and good books.

Después de veinte años de matrimonio, nunca me he cansado de ver una hermosa puesta de sol con mi marido, Jeff. Nunca me he cansado de agarrarme de su mano, de ver su sonrisa, de saber que disfruta de la naturaleza tanto como yo.
Las Puestas de sol han ayudado a fortalecer nuestra relación, porque hemos pasado mucho tiempo mirando los días que llegan a su fin juntos, sin distracciones. Hemos visto las nubes brotar de lavanda amarilla, naranja y rojo, y se han maravillado de la forma en que Dios creó este mundo. Una conexión espiritual nos ha traído satisfacción.
Hojas rojas de arce han comenzado a caer de los árboles en los últimos días, en medio de sus colores vibrantes marcando los saturados verdes y el suelo cubierto de rocío de nuestras vías. Pronto el sol se pondrá y nuestros hermosos días de verano se alejarán, pero por ahora.... nos gustan las temperaturas agradable y los rayos del sol caliente en la cara. Miramos hacia el cielo en busca de la serenidad de una mente en paz y por la promesa de días más hermosos por venir.
Cuando el clima frío llegue, vamos a disfrutar de las llamas parpadeantes y la comodidad de la estufa de leña, junto con chocolate caliente y buenos libros.

Nancy J. Locke

jueves, 6 de enero de 2011

LOU GEHRIG Y DON ANSELMO

Para los que amamos el béisbol, las vivencias de nuestros jugadores favoritos, dentro y fuera de la cancha, son tan valiosas las unas como las otras. En ocasiones tengo la impresión que cuando uno de ellos toma turno al bate, nosotros bateamos como segunda sombra.
En aquel año de 1989, mi hijo Ignacio jugaba en la liga Maya de béisbol del Distrito Federal, México. Como cada domingo, asistía junto con él para verlo jugar en Campo 3. Era un deleite sentarme en la tribuna y gritarle una que otra arenga, pero más aún, dándole instrucciones de cómo pararse en el short stop o a la hora de pitchear.
Uno de tantos días, un personaje singular apareció en los pasillos de las instalaciones, y con parsimonia senil, su andar lento lo llevaba a cualquiera de los diferentes campos. Las primeras ocasiones me bastaba mirarlo sonreír y charlar amenamente con cuanto padre se lo permitía. Lo veía sacar papeles, recortes de periódico y en una ocasión, algo que parecía un souvenir de las Grandes Ligas de los Estados Unidos.
Con el paso de las semanas, sentí curiosidad de conocerlo, pues era todo un personaje entre los asistentes. Finalmente, llegó el gran día.
De nombre Don Anselmo, su rostro apergaminado y enjuto, guardaba una actitud ante la vida que denotaba alegría y buen humor. Era una máquina de hablar y hablar y hablar. La primera sorpresa fue que contaba con 82 años de edad y su amor por el béisbol era inagotable. La segunda fue cuando sacó un periódico prácticamente destruido, el cual desdoblaba con extremo cuidado. El titular era espectacular: “Lou Gehrig y Babe Ruth, fenómenos en los Yankees de New York”. Sin embargo, ésa no era la verdadera razón por la cual me la mostraba, sino que en una de las fotos, aparecía Don Anselmo junto con Lou Gehrig, vistiendo la franela neoyorquina.
Cuando levanté la mirada, descubrí sus ojos penetrantes hurgando en mi expresión. Sí, en efecto, habían jugado juntos en aquel entonces. Una hora tardamos en platicar, más bien en él hablar y yo sonreír mirándolo revivir aquella época dorada de su vida.
Como tesoros invaluables, de poco en poco me fue mostrando recortes y fotografías de su paso por la franquicia millonaria. Su rostro se iluminaba a la vez que movía ambas manos para expresar la enorme felicidad de haber vivido tan inmensa experiencia.
De vez en cuando, ambos mirábamos el campo de béisbol donde en ese momento jugaba mi hijo. Estoy seguro que él se miraba a sí mismo correr por las praderas centrales. Yo, por mi parte, imaginaba a mi hijo algún día jugar en las Grandes Ligas de los Estados Unidos.
(La fotografía es del equipo de béisbol donde jugaba su señor padre, la cual me la obsequió)


Arnulfo Arenas Izquierdo

domingo, 2 de enero de 2011

CÍRCULOS SOBRE LA ARENA

Mi nombre es Alice… y es todo lo que recuerdo. Ni siquiera sé si soy bonita, o gorda, o fea. Dicen que tengo 23 años de edad, y sin embargo, parece que tengo sólo 3.
Dicen que fue una mañana del verano de 1987, cuando me tomaron esta fotografía. Jugando a trazar figuras en la arena, que no comprendía, que no conocía, pero que para los psicólogos de aquel entonces, eran una manifestación de gran inteligencia.
No, no lo recuerdo.
Dicen que un virus extraño, desconocido, penetró en mi cerebro y atacó las capas cerebrales bajas, sumiéndome en un letargo que duró 7 años. Recluida en un hospital de Austin, Texas, mi vida transcurrió sin dar señal de actividad cerebral. Para mis padres, yo estaba muerta; para los médicos, estaba viva y aferrada al único hilo que me unía a la existencia terrenal: mi dedo índice.
Fue entonces, en el octavo año, que comencé a dibujar círculos en el aire. Ante la mirada atónita de los médicos y familiares, daba la impresión de haber vuelto a la vida, pero mi inactividad cerebral seguía mostrando una asombrosa oscuridad.
Al siguiente año, se agregó otra figura más: El triángulo. Fue entonces que un joven médico diagnosticó un síndrome de actividad cerebral suspendida, lo cual significaba que no había muerte cerebral.
Sin embargo, los siguientes 13 años poco se avanzó, si acaso que pude mover ambas piernas y un poco de movimiento corporal. Finalmente, un 22 de enero del 2009, pude abrir los ojos.
No hubo lágrimas, no hubo quejas ni lamentaciones. Reconocí a mis padres de manera increíble. Me abrazaron y los pude abrazar con dificultad. Lamentablemente, no podía recordar absolutamente nada más.
Cuando volvimos a casa, ningún motivo, rasgo distintivo o señal alguna lograron despertar en mí el más mínimo recuerdo. Fue como volver a nacer, o mejor dicho, haber puesto pausa en mi vida para reiniciarla 20 años después.
Desde ese momento a la fecha que escribo esta historia, pasaron muchísimas cosas. Terapias de rehabilitación, de recuperación de mis movimientos más básicos, y por supuesto, aprender a leer y escribir. Esta historia no la escribo yo, más bien la hago a través de mi amigo Paul. La fotografía, es mi único recuerdo inducido en mis sueños, pues de vez en cuando, me imagino dibujando círculos y triángulos sobre la arena del mar.


ALICE RODRÍGUEZ SMITH

jueves, 9 de diciembre de 2010

MARIO (EJEMPLO)

Cuando se nace con el mar a un lado, la niñez encuentra mil formas de juego pero también muchas de trabajo. Mario era mi mejor amigo. Su padre y el mío, pescadores de oficio, nos levantaban a medianoche para poder pescar el mejor atún de toda la bahía. Casi no descansábamos; las jornadas se pegaban la una a la otra y escasamente podíamos tirarnos en una hamaca para poder echarnos una siestecita.
Una mañana, Mario no quería levantarse. Su padre, Don Severiano, lo tundió a golpes, pero mi amigo jamás se levantó. Doña Cloti se interpuso entre la furia del anciano, porque era muy viejo, y mi pobre y enflaquecido compañero. ¡Estaba enfermo!
Por mi parte, mi padre y yo esperábamos pacientes a bordo del pequeño "Sirenito". Cuando a punto estábamos de echarnos al mar, la ronca voz del viejo nos hizo detener. "Es un flojo, así no será nunca nada en la vida", expresó en repetidas ocasiones.
Cuando volvimos en la madrugada, corrí a casa de Mario para saber cómo seguía. Doña Cloti salió con el rostro desencajado: "Mario está muy grave, creo que tiene pulmonía", me dijo abrazándome con fuerza. Aquella noche no pude dormir; una preocupación inmensa inundaba mi corazón. En el lugar éramos escasamente doce chamacos, la hermanita de Mario y como veinte viejos. No había más niñas, ni escuelas ni diversión alguna. Todo era trabajar y trabajar.
"¿Cómo sigues, Mario?", le preguntaba por entre los tablones donde se ubicaba su camastro. El silencio era la única respuesta. Nada ni nadie me daba cuenta de la salud de mi amigo. Sólo sé que empeoraba cada día, cada hora.
La noche siguiente todo siguió igual. Como susurro de ferrocarril, las imágenes se repetían una y otra vez. Nada nos alentaba, nada nos sacaba siquiera una sonrisa. Fue entonces que tomé una decisión. Me metí a su casa en el amanecer, que era cuando los viejos dormían, me acerqué a Mario y le hablé al oído. Simplemente asintió con la mirada. Con las pocas fuerzas que le quedaban, salimos juntos con el mayor sigilo y nos dirigimos al mar.
Nos trepamos al "Sirenito" y nos embarcamos justo en la dirección del sol naciente.
Fue la última vez que supieron de nosotros, pero también fue la última vez que salimos juntos. Cuando estábamos lo suficientemente lejos, mi sonrisa no encontró eco en la suya. Sus ojos cerrados mostraban una paz inmejorable.
¡Ambos alcanzamos la libertad! Cada uno a su manera.


Gonzalo Miranda Solís
gonzmirandasolis@gmail.com