Solíamos salir juntos los tres en aquellas tardes lluviosas de verano. Abrazados por la cintura, saltábamos sobre los charcos hasta empaparnos de esas aguas lodosas que bajaban de los barrios altos de la ciudad. Aurora y Eugenio eran novios desde los doce años de edad, y los vine a conocer en la universidad, justo a media carrera de filosofía y letras.
Espigado él, esbelta ella, parecían nacidos el uno para el otro. Se sentaban casi siempre en un solo banco, y a la hora de sonreír, la carcajada de uno era el eco de la sonrisa del otro.
Aprieto entonces la mandíbula y me pregunto: ¿Cómo es que sucedió? ¿Cuándo? ¿En qué lugar? Probablemente ninguno de los tres sabría contestarlo con certeza. Sin embargo, algo inexplicable debió colarse como agua entre los dedos. Tan sutil, tan imperceptible, que de pronto nos sumergimos en una vorágine diabólica y sin sentido.
Fue una tarde, igual a la tarde cristalina y lluviosa que cuando la conocí. Aurora vestía un delgadísimo vestido que transparentaba su estupenda figura. A trasluz, no era necesario imaginar su cuerpo, pues éste se delineaba con los rayos crepusculares formando una silueta subyugante y hechicera. Cruzamos nuestras miradas burlando la actitud pasiva de Eugenio. Como saeta, como rayo inhumano, una tentación jamás imaginada escindió mi razón y se clavó como daga asesina.
Fue entonces el inicio de un juego sucio, voraz, que nació como atrevimiento y terminó como traición.
A parir de ese día, Aurora procuraba citarme en horas en que Eugenio se encontraba en su trabajo. Poseídos de una pasión desbordante, dábamos rienda suelta a nuestras fantasías más extrañas y enajenantes. El decoro se fue perdiendo y ganado la burla irreverente, pues cruzábamos nuestros pies por debajo de la mesa y rozábamos nuestra piel desnuda y ardiente, aún en su presencia.
Pasados unos meses, la tragedia asomó en nuestras vidas, pues Aurora perdió la vida de manera trágica, grotesca, inexplicable. Eugenio lloraba abrazando su cuerpo destrozado a media calle, retirándole los escombros de la casona que se le vino encima. Sollozaba de tal manera, que su rostro parecía una burla sangrienta del destino, pues el llanto se mezcló con los restos de cal y arena, formando una masa dantesca.
Yo no sabía qué hacer, si llorar a la mujer amada o condolerme de tan desgarradora traición a mi mejor amigo. A partir de ese momento mi vida cambió por entero, pues tras el sepelio de Aurora, Eugenio se perdió entre la nada, desapareciendo de todas partes.
Mis noches eran más que vacías, pues había perdido a los dos únicos seres que llenaban de luz mi existencia.
Fue inútil la afanosa búsqueda que emprendí por encontrarlo, para pedirle perdón, para lavar la bajeza de haberlo burlado tan ostensiblemente.
Cuarenta años después, el único dato que pude obtener, era un rumor de que había perdido la razón. Que estaba recluido en un hospital de enfermos mentales. Tras muchas indagatorias, recibí la noticia que por voluntad propia había abandonado aquel lugar, y que andaba mendigando en las calles de los barrios bajos.
Tras meses de búsqueda, por fin lo encontré. Viejo, con el rostro ambarino y enjutado como hoja de maíz. Su mirada extraviada no se modificó cuando lo miré de frente. Quise abrazarlo pero no pude. Su rostro desaparecía tras la cascada de lágrimas que inundaron mis ojos. Él, solamente me miraba de forma indiferente. Quise pronunciar su nombre pero enmudecí porque el fuego quemaba mi garganta.
Entonces me alejé. No dije nada, solamente corrí de vergüenza.
Con el paso de los días, el rostro de Eugenio parecía la única imagen que mis ojos miraban. Una duda nació y creció en mis adentros. Estaba seguro que Eugenio lo supo todo, siempre, pero calló por el inmenso amor que le profesaba a nuestra querida Aurora. Prefirió guardar silencio que perdernos a ambos.
Hoy, soy un anciano, enfermo, desahuciado. Voy a morir de vergüenza y de dolor, sin el perdón de él y sin la compañía de ella.
Solo espero en Dios que en el momento exacto de nuestra muerte, tanto él como yo, hayamos encontrado la paz en los refugios de nuestras soledades.
Ana María Garduño Ize
Fotografía cortesía de Gustavo Osmar Santos